“Caloret” by TMB
Hay tres cosas que no soporto en este mundo: el aliento a café con leche, el atún en todas sus variedades y el puto calor.
Y a un nivel de odio superlativo, ocupando el primer lugar en el podio de los horrores, se encuentra: el puto calor en el metro.
Siempre creo que este año no va a ser peor que el anterior. Pero no, porque cuando va llegando mayo vuelvo a experimentar el bochorno y la asfixia que patrocina TMB.
Bajo las escaleras que llevan al infierno. Lo hago con la certeza de que me voy a ir cociendo lentamente hasta que llegue a mi destino.
Son las 16.40 h. Ando por el infinito y monótono intercambiador de Paseo de Gracia. Más de 250 metros y 4 minutos de pasillo a los que procuro quitarle importancia. No funciona. La voz que tengo pululando en la cabeza me traiciona cuando mi temperatura corporal alcanza el máximo que dispara mi mala leche.
“¡Vaya mierder, si es que sofoca hasta la música del metro! Qué ascazo. Mañana miro lo del Bicing”.
Siento la piel pegajosa y mis jamones se fusionan. Por si fuera poco drama, me estoy dejando el hombro. Mea culpa. No soy capaz de llevar encina las cosas justas. Precisamente ahora deseo que el carrito para hacer la compra se convierta en tendencia, que lo pete muy fuerte y llegue a ser la alternativa al bolso de diario. Así resolvería el dichoso problema logístico.
Entro al vagón a la japonesa, haciéndome hueco como puedo entre otros cuerpos que desprenden su propio puto calor.
Adopto una postura forzada entre un cochecito de bebé y una bici. Noto detrás una mochila que me empuja hacia delante. Tropiezo y acabo completando el sándwich con un señor que desprende un desagradable olor a comino mezclado con Varón Dandy recalentado.
Después de dos frenazos y de poner en evidencia que el equilibrio forma parte de la lista de cosas que tampoco son lo mío, decido agarrarme a algo. “¡Aquí mismo!”, me digo al ver un espacio libre en una barra que puede salvar mi vida de una repentina muerte por cabezazo.
Y de la nada aparece una mano que se apoya sudorosa justo debajo de la mía. Cada vez está más cerca. “¡Puaj!”. Decido que mejor me arriesgo, es un buen momento para practicar el equilibrio.
Cocida, contorsionada y asqueada repito en voz baja a modo de mantra: “Tres paradas y llego”.